Carlos Germán Belli (Perú, 1927) ha publicado veinte poemarios desde su primer libro, Poemas, de 1957. Entre cielo y suelo (Point de Lunettes. Sevilla, 2016) recoge veinte poemas nuevos, aunque el propio concepto de lo “nuevo” ocupa en la poética de Belli un lugar inestable y problemático. Tanto su lenguaje como la versificación y las estructuras estróficas responden a una lógica barroca en la que se inscribe su escritura desde el comienzo, y sus temas entroncan con la lírica órfica, el letrismo y el surrealismo, pasando por la poesía provenzal, por la tradición toscana y por el Siglo de oro español. Así, su obra ha sido desde el principio motivo de desconcierto y maquinaria desquiciante para no pocos críticos y lectores en general. Y es que la originalidad o novedad de su obra radica justamente en su capacidad centrípeta y aglutinante, en la manera con que ha sabido conjugar elementos tenidos por dispares pero que encuentran en su poesía, encorsetada en la forma, un encaje de orden en apariencia natural.
Confluencia de planos
significativos y temporales es Entre
cielo y suelo, porque el pasado nunca acaba de irse y el futuro siempre está
llegando, y es en esta infinita zona fronteriza donde realizamos las más
elementales fusiones y funciones: ayer, hoy y mañana son la materia con la que se
compone el bolo alimenticio (“Este dormir y este comer no más/ en la gastada
vida dilatada”) y también las fantasmagorías con las que iluminamos el seso
(“pues mirar y pensar/ bastan desde acá para lograr todo”). Todo es
desplazándose, oscilando entre cielo y suelo. ¡Es el lenguaje! Es la bola
flamígera de la palabra que viaja siempre igual a sí misma y dentro de sí misma
como en un pinball fractal de la
mente:
Pues sea como fuere el
ir a Orión,
acá y allá lo unimos
con palabras
que directas van a
posarse raudas
en cada astro en el
firmamento fijo,
en donde proliferan
cien mil veces,
tal una y otra
constelación clara,
y el reino interior
próximo
ya no está codo a codo
nunca más,
y en cambio todo el
éter infinito
en primer plano acá,
que justamente allí
empieza la vida
después del auroral
materno claustro,
y astro a astro
enseguida escudriñarlos.
Deberían estar atentos los falsos
modernos, porque el decano de la poesía en castellano (junto con Nicanor Parra)
ha vuelto para recordarles que para el viaje de la cibernética a la astronomía
hace falta un combustible añejo, fuente de energía que no sale de chupar
clavos. El músculo del verbo se entrena en el gimnasio de los clásicos, y la
experiencia que rehúye al diccionario (“piedra angular de la terrenal vida”) no
es más que el balbuceo de un idiota, sí, lleno de ruido y de furia y sin ningún
sentido. La experiencia no es un producto que pierda sus propiedades si no se
consume recién pescada, como si fuese una dorada:
que la experiencia de
lo ayer sufrido
a este doliente
aplasta sin piedad.
[…]
yazgo fiel a esta gran
pena de antaño
no solo ayer, sino hoy
y aun mañana.
Categoría de la experiencia:
nunca consumada del todo, arde en el cuenco del ser como una resina de perfumes
ambiguos. No se evapora, inflama la vaina de la vida con sus humos persistentes:
“que todo esto se junta con el presente,/ como pasada cosa ahora viva”.
Entre cielo y suelo es un poemario crepuscular y agónico, pero
seguramente lo sea en las acepciones más nobles de estos términos. Es
crepuscular por su reflexión constante sobre el final de los ciclos (la “edad
gastada”, la “edad prolongada”, la “vida dilatada”, las “postrimerías”, el
“desgaste vil”…), pero de un final solo relativo, pensado como la condición
necesaria de la renovación y como un punto más de una malla flexible que, por
estar construida con lenguaje, es eterna en su instante enunciativo. El
crepúsculo es todavía luz y promesa de regeneración “cuando las sombras cambian
en albores/ en virtud de lo escrito y lo leído”. Su agonismo tiene la carga
eléctrica de una resistencia: Belli alinea los polos para crear el campo
magnético por el que circulan, una vez más y libremente, algunos de sus materiales
semánticos más recurrentes: seso, escudo, cuna, tumba, suelo, cielo, asombro, terrenal,
astros, dolor, engullir, hados… El espíritu de estos veinte poemas, en
cualquier caso, comparte la actitud exigida por Dylan Thomas de no entrar dócilmente
en esa noche quieta que es el morir, y aviva la lumbre de sus versos consciente
de que son el habla del porvenir. Recordemos aquellos versos finales del soneto
LX de Shakespeare: “El tiempo transfigura el florido adorno de la juventud/ Y
excava sus surcos en la frente de la belleza,/ Se alimenta de las bellas
rarezas de la naturaleza,/ Y nada se yergue sino para el filo de su guadaña:/ Y,
no obstante, en los tiempos que aun son esperanza, mi verso se erguirá,/ Elogiando
tu mérito, a despecho de su mano cruel”.
Su lírica, que no teme escarbar
en eso que da en llamarse “propia vida”, una clara invitación a la cursilería
para cualquier mal poeta, es aquí, como en todos sus anteriores poemarios, una
de las mayores y más notables contravenciones a las “leyes” de la poesía
contemporánea. Homenajes, odas y cantos fúnebres por su hermano Alfonso y por su
padre y por su madre y por su hija Mariella son ya las pruebas constantes del
nervio de su escritura, a los que recurre como hacía Cézanne con su querida
Sainte-Victoire, pero también recordando las palabras de Monet: lo importante
no es el motivo, sino mi relación con el motivo. Esos son los astros imperecederos
que dibujan el camino sideral y demiúrgico del poeta. Belli se despoja de los
estribos y las riendas y la montura y las crines y del caballo mismo para
cabalgar alado por una constelación que es pura densidad simbólica.
Dignidad de
la poesía: celebrar a Belli como el gran poeta órfico de la lengua castellana.
Su poética repite, letra a letra, los versos del Libro XI de las Metamorfosis de Ovidio:
Su cabeza y su arpa
llegaron
Al Hebro siguiendo río
abajo,
Su arpa (¡oh
maravilla!) emitió una nota fúnebre,
Y su lengua muerta un
lamento como si hablase todavía.
Y ambas riberas le
hicieron eco.
Así leer “En pos de la vida
intemporal”:
Que vida y tiempo –mal
que bien lo pienso-
nunca más una sola
cosa sean,
es decir de una misma
esencia no,
sino distintos como
noche y día
en el seno del mundo
terrenal,
desde la cuna a tumba
de uno y otro
Fulano envejecido,
quien se pregunta muy
osadamente
qué va a hacer en suma
con esta inextricable
vida humana
y el tiempo que en
pesada mole tórnase.
Y si fuera posible
procedamos
ahora a separar con
celo máximo
el puro existir de la
edad gastada,
sacando a esta con
días y siglos
de raíz por entero
para siempre,
que no
consubstanciales finalmente,
pues las de Villadiego
cada cual toma, y
aliviada a fondo
todita la existencia,
de tantísimo peso
temporal,
que feliz por primera
vez se siente.
¡Ya basta de minutos,
basta de horas!,
que en adelante libre
del vil lastre,
y exactamente así lo
proclamamos:
volar, nadar y andar
de norte a sur,
y viceversa, que tales
maneras
justamente acá o en la
muerte inédita,
y si el pensar
forzamos,
en consecuencia
grandes hechos hay,
como que en nada
queden
el ayer, el hoy y el
mañana en serie,
que al fin hallarse
más allá del tiempo.
Publicado en la revista Guaraguao Nº51 Primavera 2016
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