sábado, 19 de noviembre de 2016

Las confluencias de Carlos Germán Belli


Carlos Germán Belli (Perú, 1927) ha publicado veinte poemarios desde su primer libro, Poemas, de 1957. Entre cielo y suelo (Point de Lunettes. Sevilla, 2016) recoge veinte poemas nuevos, aunque el propio concepto de lo “nuevo” ocupa en la poética de Belli un lugar inestable y problemático. Tanto su lenguaje como la versificación y las estructuras estróficas responden a una lógica barroca en la que se inscribe su escritura desde el comienzo, y sus temas entroncan con la lírica órfica, el letrismo y el surrealismo, pasando por la poesía provenzal, por la tradición toscana y por el Siglo de oro español. Así, su obra ha sido desde el principio motivo de desconcierto y maquinaria desquiciante para no pocos críticos y lectores en general. Y es que la originalidad o novedad de su obra radica justamente en su capacidad centrípeta y aglutinante, en la manera con que ha sabido conjugar elementos tenidos por dispares pero que encuentran en su poesía, encorsetada en la forma, un encaje de orden en apariencia natural.
Confluencia de planos significativos y temporales es Entre cielo y suelo, porque el pasado nunca acaba de irse y el futuro siempre está llegando, y es en esta infinita zona fronteriza donde realizamos las más elementales fusiones y funciones: ayer, hoy y mañana son la materia con la que se compone el bolo alimenticio (“Este dormir y este comer no más/ en la gastada vida dilatada”) y también las fantasmagorías con las que iluminamos el seso (“pues mirar y pensar/ bastan desde acá para lograr todo”). Todo es desplazándose, oscilando entre cielo y suelo. ¡Es el lenguaje! Es la bola flamígera de la palabra que viaja siempre igual a sí misma y dentro de sí misma como en un pinball fractal de la mente:

Pues sea como fuere el ir a Orión,
acá y allá lo unimos con palabras
que directas van a posarse raudas
en cada astro en el firmamento fijo,
en donde proliferan cien mil veces,
tal una y otra constelación clara,
y el reino interior próximo
ya no está codo a codo nunca más,
y en cambio todo el éter infinito
en primer plano acá,
que justamente allí empieza la vida
después del auroral materno claustro,
y astro a astro enseguida escudriñarlos.

Deberían estar atentos los falsos modernos, porque el decano de la poesía en castellano (junto con Nicanor Parra) ha vuelto para recordarles que para el viaje de la cibernética a la astronomía hace falta un combustible añejo, fuente de energía que no sale de chupar clavos. El músculo del verbo se entrena en el gimnasio de los clásicos, y la experiencia que rehúye al diccionario (“piedra angular de la terrenal vida”) no es más que el balbuceo de un idiota, sí, lleno de ruido y de furia y sin ningún sentido. La experiencia no es un producto que pierda sus propiedades si no se consume recién pescada, como si fuese una dorada:

que la experiencia de lo ayer sufrido
a este doliente aplasta sin piedad.
[…]
yazgo fiel a esta gran pena de antaño
no solo ayer, sino hoy y aun mañana.

Categoría de la experiencia: nunca consumada del todo, arde en el cuenco del ser como una resina de perfumes ambiguos. No se evapora, inflama la vaina de la vida con sus humos persistentes: “que todo esto se junta con el presente,/ como pasada cosa ahora viva”.
Entre cielo y suelo es un poemario crepuscular y agónico, pero seguramente lo sea en las acepciones más nobles de estos términos. Es crepuscular por su reflexión constante sobre el final de los ciclos (la “edad gastada”, la “edad prolongada”, la “vida dilatada”, las “postrimerías”, el “desgaste vil”…), pero de un final solo relativo, pensado como la condición necesaria de la renovación y como un punto más de una malla flexible que, por estar construida con lenguaje, es eterna en su instante enunciativo. El crepúsculo es todavía luz y promesa de regeneración “cuando las sombras cambian en albores/ en virtud de lo escrito y lo leído”. Su agonismo tiene la carga eléctrica de una resistencia: Belli alinea los polos para crear el campo magnético por el que circulan, una vez más y libremente, algunos de sus materiales semánticos más recurrentes: seso, escudo, cuna, tumba, suelo, cielo, asombro, terrenal, astros, dolor, engullir, hados… El espíritu de estos veinte poemas, en cualquier caso, comparte la actitud exigida por Dylan Thomas de no entrar dócilmente en esa noche quieta que es el morir, y aviva la lumbre de sus versos consciente de que son el habla del porvenir. Recordemos aquellos versos finales del soneto LX de Shakespeare: “El tiempo transfigura el florido adorno de la juventud/ Y excava sus surcos en la frente de la belleza,/ Se alimenta de las bellas rarezas de la naturaleza,/ Y nada se yergue sino para el filo de su guadaña:/ Y, no obstante, en los tiempos que aun son esperanza, mi verso se erguirá,/ Elogiando tu mérito, a despecho de su mano cruel”.
Su lírica, que no teme escarbar en eso que da en llamarse “propia vida”, una clara invitación a la cursilería para cualquier mal poeta, es aquí, como en todos sus anteriores poemarios, una de las mayores y más notables contravenciones a las “leyes” de la poesía contemporánea. Homenajes, odas y cantos fúnebres por su hermano Alfonso y por su padre y por su madre y por su hija Mariella son ya las pruebas constantes del nervio de su escritura, a los que recurre como hacía Cézanne con su querida Sainte-Victoire, pero también recordando las palabras de Monet: lo importante no es el motivo, sino mi relación con el motivo. Esos son los astros imperecederos que dibujan el camino sideral y demiúrgico del poeta. Belli se despoja de los estribos y las riendas y la montura y las crines y del caballo mismo para cabalgar alado por una constelación que es pura densidad simbólica.
            Dignidad de la poesía: celebrar a Belli como el gran poeta órfico de la lengua castellana. Su poética repite, letra a letra, los versos del Libro XI de las Metamorfosis de Ovidio:

Su cabeza y su arpa llegaron
Al Hebro siguiendo río abajo,
Su arpa (¡oh maravilla!) emitió una nota fúnebre,
Y su lengua muerta un lamento como si hablase todavía.
Y ambas riberas le hicieron eco.

Así leer “En pos de la vida intemporal”:

Que vida y tiempo –mal que bien lo pienso-
nunca más una sola cosa sean,
es decir de una misma esencia no,
sino distintos como noche y día
en el seno del mundo terrenal,
desde la cuna a tumba de uno y otro
Fulano envejecido,
quien se pregunta muy osadamente
qué va a hacer en suma
con esta inextricable vida humana
y el tiempo que en pesada mole tórnase.

Y si fuera posible procedamos
ahora a separar con celo máximo
el puro existir de la edad gastada,
sacando a esta con días y siglos
de raíz por entero para siempre,
que no consubstanciales finalmente,
pues las de Villadiego
cada cual toma, y aliviada a fondo
todita la existencia,
de tantísimo peso temporal,
que feliz por primera vez se siente.

¡Ya basta de minutos, basta de horas!,
que en adelante libre del vil lastre,
y exactamente así lo proclamamos:
volar, nadar y andar de norte a sur,
y viceversa, que tales maneras
justamente acá o en la muerte inédita,
y si el pensar forzamos,
en consecuencia grandes hechos hay,
como que en nada queden
el ayer, el hoy y el mañana en serie,
que al fin hallarse más allá del tiempo.


Publicado en la revista Guaraguao Nº51 Primavera 2016