La
narrativa de Pablo Palacio (Loja, Ecuador, 1906-1947) representa un curioso
momento de las vanguardias latinoamericanas. Desmarcada de la asfixiante
tendencia al realismo social, la obra de Palacio, constituida apenas por un
libro de relatos (Un hombre muerto a
puntapiés) y dos novelas breves (Débora
y Vida del ahorcado), es experimental
e innovadora por cuanto introduce técnicas y procedimientos que ensanchan y
profundizan la experiencia de lectura. La obra de Palacio está siendo revisada
desde la crítica y la academia porque su discurso propone unas formas de
lectura que la sitúan en el núcleo de preocupaciones de la literatura moderna y
en el centro de interés de las más actuales teorías de recepción del texto
literario.
La narrativa de Palacio es formalmente vanguardista porque pone en juego una serie de procedimientos (argumentales, tipográficos, estructurales, enunciativos/discursivos, léxicos, etc.) que rompen con las convenciones literarias de la época, no solamente en el ámbito ecuatoriano, sino en el marco general de la lengua castellana. En este sentido, Palacio tiene un epígono en el chileno Juan Emar, cuyos textos narrativos están montados con similar grado de innovación en cuanto a la estructura del discurso, la disposición en el espacio de la página, el cuestionamiento de las fórmulas hegemónicas en la narrativa, la exploración de un imaginario liberado de convenciones y ataduras, cierta influencia del surrealismo, la inclusión de tipologías habitualmente marginales para la literatura canónica... Adriana Castillo de Berchenko plantea en los siguientes términos este trabajo experimental: “Lugar de experimentación, la página es espacio virtual, territorio de pruebas para una escritura nerviosa, incisiva, que avanza ‘riscosa’ y caprichosa en un movimiento de expansión como buscando o tanteando las sendas de su realización”.
El
libro de Pablo Palacio del que nos ocupamos por su edición en España a cargo de
la editorial Veintisieteletras, titulado Un
hombre muerto a puntapiés y editado originalmente en el año 1927, cuando el
autor tenía veintiún años de edad, es un compendio de las preocupaciones
esenciales del autor, que después de publicar sus dos novelas breves (1927 y
1932) acabaría sus días internado en un psiquiátrico. La crítica ha querido ver
en esta circunstancia la explicación de las anomalías que introduce su
narrativa en las convenciones del género, pero esa forma de proceder no
solamente no explica la naturaleza de su escritura, sino que angosta la
posibilidad de una interpretación cabal de la misma. La prosa de Pablo Palacio
denuncia la esquizofrenia moral de la sociedad ecuatoriana de su tiempo, pero
no es un reflejo de esa esquizofrenia: muy al contrario, su capacidad para
parodiar estos “desequilibrios” es producto de una mente lúcida dispuesta a
arriesgar formalmente. El riesgo y la experimentación de su escritura encuentran
un cauce nuevo para la expresión literaria.
“Después
de leer los relatos de Pablo Palacio –escribe Francisco José López Alfonso en
‘El nihilismo en los cuentos de Un hombre
muerto a puntapiés’-, resulta difícil renunciar a la ficción de un hombre
que se pone a andar, presuroso, de un rincón a otro, que se detiene
repentinamente como si fuera a decir algo importante; pero, tal vez creyendo
que no va a escucharle o comprenderle, agita la cabeza y sigue andando. Sin
embargo, el ansia de hablar se impone pronto a las demás consideraciones y da
rienda suelta a la lengua. Su discurso es desordenado, febril, semejante al
delirio, entrecortado y no siempre comprensible. Habla de la vileza humana, de
la violencia que pisotea la razón y los sentimientos, de la perpetua soledad,
de la presencia del dolor. Es en última instancia la representación de un
popurrí de males que, aunque viejos, no han caducado todavía. No es extraño,
entonces, que en la breve nota que abre una de las ediciones anteriormente de
las llamadas Obras completas (Bogotá,
Oveja Negra, 1986) sea presentado con esta lapidaria oración: «Nació en Loja en
1906 y murió loco en 1947»; por no mencionar otros textos más extensos y menos
anónimos. Lo perverso de esta ficción crítica radica en el desplazamiento del
diagnóstico hecho por Palacio del individuo y su época al mismo Palacio; es
decir, en la silenciosa desautorización del discurso para devolverle al mundo
su aparente sosiego”.
Esta
misma situación denuncia Noé Jitrik en su ensayo “Extrema vanguardia: Pablo
Palacio todavía inquietante”: “Válido y valioso como vanguardista o
surrealista, sabemos que fue leído por mucho tiempo como demente y, en virtud
de ello, soslayado, solapado, puesto en un paréntesis en el que la crítica
busca salvarse, sin redimirse, de su propio desorden, y proyectado
condenatoriamente en el presunto desorden de un texto”.
En cuanto a la representación de personajes
marginales y naturalmente incómodos para el orden establecido (monstruos,
deformes y expulsados...), la obra de Palacio es un compendio de rarezas que
obligan al lector a tomar un papel activo en su relación con el texto, y es esta
actitud a la que fuerza su literatura la que convierte su obra en radicalmente
contemporánea. El funcionamiento de estas figuras en sus representaciones es el
siguiente, según leemos en el ensayo “Pablo Palacio y las formas breves: poemas
y cuentos”, de Castillo de Berchenko:
“Diferente,
individuo concebido por el artista en su más estricta singularidad, el héroe
monstruoso es personaje privilegiado en las historias de Pablo Palacio. Anómalo
y extraño, el monstruo existe, sin embargo, en relación directa con el medio de
donde proviene. Su origen, en este sentido, no es ni misterioso ni
inexplicable, sino perfectamente reconocible según un tiempo y un espacio
dados. El héroe palaciano es, en otras palabras, emanación, producto directo
del grupo social y del mundo que lo engendran”.
“Criaturas
singulares, desde luego, los monstruosos lo son; sin embargo, aunque fuera de
la normalidad, cada uno de ellos se erige textualmente dotado de plena
humanidad, por cuanto, en la concepción ética y estética que del personaje
tiene el narrador, él es, en rigor, una existencia auténtica e inalienable,
integral. Y es precisamente esta condición intrínseca la que determina no sólo
su individualidad sino además su ser víctima, a la vez, de su diferencia y de
la sanción de la colectividad. En este orden, es en buena parte de los cuentos
que integran Un hombre muerto a puntapiés
donde Pablo Palacio despliega su estética de lo horrible a través de una
galería variopinta de héroes monstruosos de patética humanidad y víctimas del escarnio
del que la mirada ajena les hace objeto”.
“El
homosexual, el antropófago, el brujo, los embrujados, el enfermo, el deforme
son algunos de los personajes anómalos privilegiados por Palacio. Cada uno de
ellos se configura como tal de manera manifiesta, sin tapujos ni
enmascaramientos. Sin embargo, el trabajo de composición que el narrador
consagra a sus criaturas no es siempre el mismo. Hay, en efecto, todo un grupo
de matices y variantes que modulan el tratamiento de la monstruosidad en estas
historias. Así entonces, si para el homosexual y el antropófago el escritor
escoge como modalidad expresiva la enunciación del «caso» social y clínico,
para brujo y embrujados prefiere, por el contrario, el prisma de lo maravilloso
colindante con lo fantástico. En cambio, para enfermo y deforme, la
focalización interiorizada y la valoración de lo íntimo como reflejo de una
conciencia atormentada resultan relevantes. Dicho de otro modo, hay todo un
trabajo de profundización y de pulimento de parte del artista en el tratamiento
de su personaje-faro. Desde «Un hombre muerto a puntapiés» pasando por «El
antropófago» y las «Brujerías. La primera» y «Brujerías. La segunda» hasta
llegar a «Luz lateral» y «La doble y única mujer», la figura del monstruo se
dibuja y consolida progresivamente avanzando desde la exterioridad más
distanciada a la interioridad más íntima hasta acceder, por último, a la
condición de icono representativo de la deformidad, la inarmonía y el caos,
pero dotado de la más profunda humanidad”.
Libro altamente
recomendable para lectores exigentes, Un
hombre muerto a puntapiés es una excelente oportunidad para entrar en la
obra de Pablo Palacio, todo un universo del cual el lector no tiene más remedio
que salir transformado.
Ficha:
Un hombre muerto a puntapiés
Pablo
Palacio
Introducción
de Christopher Domínguez Michael
Editorial
Veintisieteletras
Madrid,
2011
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