La
narrativa de Pablo Palacio (Loja, Ecuador, 1906-1947) representa un curioso
momento de las vanguardias latinoamericanas. Desmarcada de la asfixiante
tendencia al realismo social, la obra de Palacio, constituida apenas por un
libro de relatos (Un hombre muerto a
puntapiés) y dos novelas breves (Débora
y Vida del ahorcado), es experimental
e innovadora por cuanto introduce técnicas y procedimientos que ensanchan y
profundizan la experiencia de lectura. La obra de Palacio está siendo revisada
desde la crítica y la academia porque su discurso propone unas formas de
lectura que la sitúan en el núcleo de preocupaciones de la literatura moderna y
en el centro de interés de las más actuales teorías de recepción del texto
literario.
La narrativa de Palacio es formalmente vanguardista porque pone en juego una serie de procedimientos (argumentales, tipográficos, estructurales, enunciativos/discursivos, léxicos, etc.) que rompen con las convenciones literarias de la época, no solamente en el ámbito ecuatoriano, sino en el marco general de la lengua castellana. En este sentido, Palacio tiene un epígono en el chileno Juan Emar, cuyos textos narrativos están montados con similar grado de innovación en cuanto a la estructura del discurso, la disposición en el espacio de la página, el cuestionamiento de las fórmulas hegemónicas en la narrativa, la exploración de un imaginario liberado de convenciones y ataduras, cierta influencia del surrealismo, la inclusión de tipologías habitualmente marginales para la literatura canónica... Adriana Castillo de Berchenko plantea en los siguientes términos este trabajo experimental: “Lugar de experimentación, la página es espacio virtual, territorio de pruebas para una escritura nerviosa, incisiva, que avanza ‘riscosa’ y caprichosa en un movimiento de expansión como buscando o tanteando las sendas de su realización”.