Un prólogo es un
estado de ánimo. Escribir un prólogo es como afilar la hoz, como afinar la
guitarra, como hablarle a un niño, como escupir por la ventana. Uno no sabe
cómo ni cuándo las ganas se apoderan de uno, las ganas de escribir un prólogo,
las ganas de estos leves sub noctem susurri.
Søren Kierkegaard, Prólogos.
Hay prólogos que se escriben a
regañadientes, prólogos que se escriben con entusiasmo y prólogos puramente
programáticos. Hay muchos tipos de prólogos.
En el prólogo a la edición
española de uno de los libros más felices y delicados de Joseph Conrad, El espejo del mar, Juan Benet escribía:
“El libro me proporcionó una impresión indeleble y la seguridad de haber topado
con una prosa exacta, acabada, perfectamente trabajada, ensamblada y estanca
como los cascos de los buques que describía”. Benet leyó primero el libro en
francés, luego en inglés, y finalmente en la excelente traducción que hizo al
castellano Javier Marías. Ese prólogo, un híbrido entre la especie entusiasta y
la programática, tenía por tanto dos propósitos: hacer un encomio de la
traducción de Marías y presentar un frío análisis del estilo de Conrad desde
las propias convicciones literarias: “A veces el estilo ha de desvanecerse ante
las imposiciones del relato, y a veces la mejor forma de tratar una página sea
desproveerla de un estilo propio”. La discusión en torno al estilo de Conrad es
un asunto capital en la inserción privilegiada de su obra dentro del canon de
la literatura inglesa: “Conrad vino a Inglaterra, un isabelino -escribió Ford
Madox Ford- con una prosa que continuamente producía efectos polifónicos de
órgano… y Conrad es el poeta más importante de hoy en día porque, más que
ningún otro escritor, ha percibido que la poesía consiste en la representación
exacta de los acontecimientos concretos y materiales en las vidas de los
hombres. Es evidente que, como cualquier otro escritor, tiene el secreto anhelo
de producir, en algún momento u otro, una escritura abstracta, una escritura
que debe estar desprovista de significación material, como una fuga de Bach lo
está de un programa, y que aun así
debe tener la belleza del sonido puro. Para encontrar a Conrad en una actitud
puramente sinfónica hay que remitirse a sus escritos personales, como los
recogidos en El espejo del mar”.
El “prólogo autorial”, cuya
característica recurrente es su marcado acento personal, el proscenio donde el
autor se desnuda para mostrar con mayor fuerza los ropajes que inmediatamente
aparecerán vistiendo los personajes que poblaron su imaginación, el “discurso
antepuesto al cuerpo de un libro”, es el tipo de prólogo que constituye la
materia prima de Nota del autor,
libro que ha publicado recientemente La Uña Rota y donde se recogen las notas que
Joseph Conrad escribió para cada una de sus novelas, volúmenes de cuentos y
miscelánea reunidos en las Obras
Completas. Son estas notas, por tanto, una oportunidad única para indagar
en ese discurso que se antepone al cuerpo, en una obra que no abunda, contra
una falsa creencia muy difundida, en referencias personales (“algunos de
nosotros tenemos por repugnante cualquier despliegue manifiesto de los
sentimientos propios”). Esta moneda falsa ha circulado basando su verosímil en
el hecho de que Conrad conocía la vida en el mar extensamente y de primera
mano, y de allí se ha inferido que sus relatos se basaban en hechos
autobiográficos. La realidad es que Conrad encontraba la materia de sus
narraciones, la mayor parte de las veces, en historias que se contaban en los
barcos, que tenían en el flujo de las tripulaciones y las generaciones sus más
entregadas sinapsis, y en personajes que se cruzaron en su vida fugazmente o mucho
tiempo después de haber protagonizado los episodios seminales del mito. Lo que
ponía de su parte –si es que esto no resulta una ocurrencia- era su inaudita
capacidad para registrar las más sutiles aunque significativas inclinaciones
del carácter, su inigualable pericia en la selección de aquello que Madox Ford
llamaba “la representación para crear el equilibrio justo y la justa verdad de
una vida”. La mirada de Conrad, que podríamos identificar como la cualidad
principal de su inteligencia literaria, se relaciona con aquél díctum que
proponía Schwob en el prefacio a sus Vidas
imaginarias: “El arte es todo lo contrario de las ideas generales; solo
describe lo individual, solo propende a lo único. En vez de clasificar,
desclasifica”.
El hecho de que la mayor parte de
estas notas hayan sido escritas quince o veinte años después de la publicación original
de los textos comentados, brinda al autor una perspectiva amplia no solamente
para analizar su contexto de producción, sino también para enfrentarse al
comentario de las repercusiones que esas obras generaron en la crítica y el
público. En el prólogo a El espejo del
mar, escrito en 1919, trece años después de que se publicara el libro,
leemos:
Se me ha comprendido
todo lo bien que uno puede ser comprendido en este mundo nuestro, que parece
componerse principalmente de enigmas. De este libro se han dicho cosas que me
han conmovido en lo más vivo; tanto más cuanto que han sido dichas por hombres
cuya ocupación consiste precisamente en comprender, analizar y exponer: en una
palabra, por críticos literarios.
Conviene tener en cuenta que
Conrad nunca fue un escritor con vocación minoritaria, ni un autor que buscase
la complacencia del comentario crítico dando la espalda al público, ya que su
profundo humanismo tenía en muy alta estima la capacidad intelectiva de sus
lectores:
Lo que siempre me ha
causado más temor es desplazarme insensiblemente hacia la posición del escritor
que escribe para un círculo reducido, posición que por cierto me habría
resultado tan odiosa como arrojar la piedra de la duda a las profundidades
insondables de mi firme creencia en la solidaridad de la humanidad toda, en lo
que a las ideas simples y a las emociones sinceras se refiere… sería un
desafuero indecente negarle al público en general la posesión de una mentalidad
crítica…
Pero no siempre la relación con
los comentarios críticos ha sido dulce. A veces las críticas le provocaban
“sentimientos ambivalentes”. En algunos casos, no pocos, toda la nota
introductoria se articula a modo de respuesta a una reseña o a una opinión
crítica suscitada previamente por la obra en cuestión, como pasa con el prólogo
de la novela Azar:
Cierto crítico ha
subrayado que, caso de haber optado yo por otro método de composición, y caso
de no haberme tomado tantas molestias, el relato podría haberse referido en
doscientas páginas más o menos. He de confesar que no logro percibir con
exactitud en qué se fundamenta dicha crítica, ni alcanzo tampoco a comprender
qué provecho pueda obtenerse de tal comentario. Sin duda, seleccionando un
determinado método y tomándome infinitas molestias, el relato entero podría
haberse escrito en un papel de liar.
O también con ocasión de prologar
los relatos de Entre mareas, donde disiente
de la valoración del crítico y objeta sentando cátedra:
El libro fue objeto de
críticas muy variadas y en su mayoría justas, si bien en algún caso sorprenden
sus objeciones. Figura entre ellas la acusación de falso realismo que se vertía
sobre el primer relato. La habría tomado en serio de no haber sido porque, en
una relectura, descubrí que el distinguido crítico me acusaba lisa y llanamente
de haber tratado de eludir un final feliz por una suerte de cobardía moral, por
miedo a que me tildaran de sentimentalista. Dónde (y de qué clase) hay allí
alguna semilla de felicidad que hubiera podido fructificar al final del relato
es algo que no alcanzo a ver. Esta crítica parece pasar por alto el propósito y
la importancia de un texto cuya intención era esencialmente estética: un
ejercicio descriptivo y narrativo en torno a una determinada situación
psicológica.
Parafraseando a Borges en su “Prólogo
de prólogos”, podríamos decir que el prólogo retrospectivo es una especie
lateral de la crítica de la crítica, una crítica elevada a la segunda potencia
(y la crítica de un libro de prólogos, ¿qué es?). Aprovecha el novelista
experimentado también para arremeter en estas notas contra una forma de novelar
que aborrecía profundamente:
La idea de trabajar con la mera fealdad a fin de escandalizar o
simplemente de sorprender a mis lectores con un cambio de tercio, jamás se me
ha pasado por la cabeza… todo esfuerzo por poner en juego los extremos de las
emociones siempre he sospechado que se esconde el degradante roce de la
insinceridad… el peligro radica en que el escritor se convierta en víctima de
su propia exageración, que pierda de vista la exactitud del concepto de
sinceridad, y que al final termine por deprecar hasta la verdad misma por
considerarla algo frío y romo en exceso, imposible de aprovechar para su
propósito, como si, en efecto, no sirviera a la insistencia de sus emociones.
De las risas y las lágrimas es muy fácil descender al gimoteo y la risa tonta…
toda ambición es legal, con la sola excepción de aquellas que ascienden sobre
las miserias y la credulidad de los hombres.
La severidad argumentativa que a
veces muestra ante los reparos de algunas críticas tiene su correlato en la
sincera humildad con la que juzga su propia obra a la luz de comentarios que
resultan pertinentes: “Al releer El
hacendado de Malta recientemente para esta nueva edición, he concluido que
mi amigo estaba en lo cierto cuando señaló que, al presentar las emociones de
estos dos personajes de una manera demasiado explícita, hasta cierto punto
destruí la ilusoria fascinación característica de sus personalidades”. El
análisis que propone en estas notas no siempre pincha en hueso, pero siempre
deja un núcleo vivo al descubierto sobre el arte de narrar, una zona de
reflexión estimulante para el lector (y para el escritor). No está de más
señalar que Conrad ni fue ni quiso ser un teórico de la literatura; le bastaba
con ser, a su manera y en lo suyo, il
miglior fabbro. Aun así, en cada oportunidad sus análisis plantean las
preguntas adecuadas. Cuando dice que “Describir con palabras una encrucijada
emocional es una tarea imposible. Las palabras son solo una forma de traducción”,
a servidor le sobreviene la siguiente reflexión: o las encrucijadas emocionales
son lenguaje o son silencio; y en el silencio no hay encrucijadas ni emociones.
Las encrucijadas y las emociones solamente
pueden tener lugar en el lenguaje. Pero ahí estaría otra vez el maestro, como
anticipándose al posestructuralismo:
El pensamiento es el gran enemigo de la perfección. El hábito de la
reflexión profunda, me veo en la obligación de decirlo, es el más pernicioso de
todos los hábitos creados por el hombre civilizado… Es preferible que la
humanidad sea impresionable antes que reflexiva. Nada que sea verdaderamente
grande en el sentido en que lo es lo humano –grande de veras, es decir,
susceptible de afectar a un gran número de vidas- procede de la reflexión.
En estas notas se aborda también un
malentendido frecuente a la hora de hablar de Joseph Conrad, el del inglés como
lengua literaria adoptada, un tópico conradiano que ha generado mucha confusión
entre los no iniciados: Conrad no tuvo nunca otra lengua literaria que la
utilizada desde la primera a la última de sus obras. Si bien su lengua materna
era el polaco, el inglés estuvo presente en su vida desde el nacimiento,
ocupando el lugar de la lengua literaria, junto con el francés. Su padre,
Apollo Korzeniowski, fue uno de los más importantes traductores de Shakespeare
al polaco. En este sentido, el caso de Conrad no se corresponde con el de los
dos escritores con los que suele vincularse en un tándem de “expatriados”
lingüísticos: Vladimir Nabokov y Samuel Beckett. De este tema se ocupa
extensamente en la nota dedicada a Crónica
Personal:
Siempre me he sentido
observado como si fuese una especie de fenómeno, posición que, fuera del mundo
del circo, no puede tenerse por deseable… Que yo no escriba en mi lengua
materna ha sido, por supuesto, objeto de frecuentes comentarios en diversas
recensiones de mis libros e incluso en artículos de mayor fuste… De la manera
que sea, se ha extendido bastante la especie de que, en su día, a la hora de
escribir elegí entre dos lenguas, el francés y el inglés. Esa impresión es de
todo punto errónea… Este malentendido, pues no se trata de otra cosa, fue sin
duda alguna culpa mía… La verdad del caso es que la habilidad de escribir en
inglés me es tan connatural como cualquier otra de las facultades de que
dispongo desde mi nacimiento. Tengo la extraña y abrumadora sensación de que
siempre ha formado parte inherente de mí. Y es que en mi caso el inglés no fue
producto de una elección ni de una adopción. Jamás pasó por mi cabeza la más
remota idea de plantearme una elección. En cuanto a la adopción… bueno, qué
duda cabe, hubo adopción, pero que conste que fui yo el adoptado por el genio
de la lengua, que tan pronto superé la etapa de los balbuceos se apropió de mí
de forma tan cabal que hasta sus propios giros idiomáticos incidieron de forma
directa en mi temperamento y modelaron mi todavía maleable carácter… solamente
puedo jactarme del derecho a que se me crea cuando digo que de no haber escrito
en inglés nunca habría escrito ni una sola palabra.
El método de trabajo de Conrad,
que deriva en eso que se reconoce como su estilo característico -la armónica
combinación de lirismo metafísico y realismo duro, depurada de su “sentimiento
romántico de la realidad”- no es producto de un talento innato, sino la
laboriosa dedicación de un trabajo técnico. Madox Ford, seguramente quien mejor
ha comprendido los intrincados hallazgos de su narrativa, acertaba en
explicarlo de la siguiente manera: “No dejen que los críticos Anglosajones
ortodoxos los confundan haciéndoles creer que la evolución de ese método se
sostiene en el ilusionismo, o en un mero recurso, o en la simple mecánica. Responde
al entrenamiento de músculos especiales para la tarea. He visto a dos
porteadores más bien debiluchos trotar por escaleras estrechas cargando un
piano, empresa en la que hubiesen fracasado estrepitosamente quince soldados
sobrealimentados de mi división. De la misma forma, un escritor verdaderamente
entrenado como Conrad puede lograr que te intereses en la lista de la compra o
en un catálogo de barcos, mientras que el escritor amateur será soporífero en
el relato de la mismísima batalla de Maratón”.
Estos
prólogos contienen, si se quiere, la respuesta al “secreto” de su arte, pero su
activación no se produce por ósmosis. El aspirante a escritor encontrará útiles
enseñanzas en estas páginas, claves sobre las que deberá meditar sosegadamente.
A ello sin duda contribuirá el esclarecedor epílogo de Edward Garnett que
acompaña la presente edición, “El lugar de Conrad en la literatura inglesa”,
publicado originalmente como prólogo a Conrad’s
Prefaces to his Works (1937). El arte literario, salvo en contadísimas y
excéntricas excepciones, no es producto de una revelación. Estas notas constituyen
un buen aviso a navegantes.
Ficha:
Joseph Conrad
Nota del autor. Los
prólogos de Conrad a sus obras
Traducciones de Catalina Martínez Muñoz, Eugenia Vázquez
Nacarino y Miguel Martínez-Lage
Ediciones La uÑa RoTa
Segovia, 2013
237 páginas
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