Pocos sabían, hasta hace unos días, que Leonard Cohen (Westmount, Canadá, 1934), antes que cantante con una voz de oro y letrista refinado y profundo, fue escritor a secas. Novelista y poeta de éxito considerable, publicó su primer libro de poemas,
Let us compare Mythologies (
Comparemos mitologías), en 1956, pero pronto descubrió que no podría vivir de la literatura, y entonces decidió dedicar su talento poético a escribir canciones. El inconfundible tono de su voz acompañó esta decisión y pasó de la bohemia francófona canadiense a los escenarios neoyorquinos y a las giras europeas, y de allí a temporadas de reclusión creativa y contemplativa en Hydra y en un templo budista en California, donde aún hoy sigue pasando largas temporadas, como uno más, cumpliendo el riguroso trabajo del monje raso.
Con la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras muchos se preguntaron qué pintaba un cantante como Leonard Cohen en la lista de los nominados, y otros muchos recordaron que Bob Dylan aparece cada año en las porras del Premio Nobel de Literatura. A las letras complejas y sugerentes de Dylan hay que sumar obras como Tarántula, novela fragmentaria de difícil lectura y factura surrealista que supo circular entre conocedores y fanáticos. Otro caso similar es el del australiano Nick Cave, cuyas novelas And the Ass saw the Angel y The Death of Bunny Munro tienen sendas versiones castellanas publicadas en España (Y el asno vio al ángel y La Muerte De Bunny Munro, respectivamente). Así las cosas, la tradición anglosajona de cantautores dedicados a la narrativa no es breve ni reciente.
El caso de Leonard Cohen es particular, por cuanto suma a sus novelas más convencionales (El juego favorito y Los hermosos perdedores) otros textos narrativos que podrían inscribirse en el inestable género de la escritura con tintes religiosos. Ejemplo de ello es Book of Mercy, traducido por Alberto Manzano (en un tándem que incluye a Vera Whittal, Miguel Llinares y el propio Leonard Cohen) y publicado en la Editorial Fundamentos con el título de Salmos. El libro de la misericordia. Allí Cohen vuelca toda su contradictoria pasión hebrea para dar voz a un habla ancestral y reconvertir la figura del judío errante en la del canadiense errante: “Empujé mi cuerpo de ciudad en ciudad, de tejado en tejado, para ver a una mujer bañándose. Me oí gruñir. Vi mis dedos brillando. Entonces me cercó el exilio”.
A esta misma tradición mistagógica pertenece El juego favorito (1963), novela de iniciación erótica y bildungsroman yiddish que se inscribe en el amplio linaje de la novela judía norteamericana, donde también gravitan Bernard Malamud, Saul Bellow e Isaac Bashevis Singer. Y Los hermosos vencidos (1966) constituye un experimento narrativo que en su momento descolocó a la crítica por su arriesgada disposición temporal, el dominio técnico bajo un aparente flujo caótico de imágenes absurdas y la instauración de una voz tan poderosa como desconcertante y madura. En palabras del narrador de la novela: “La Voz procede del torbellino, y hace mucho tiempo que hicimos callar al torbellino. Quisiera que recordaras que la Voz procede del torbellino. Algunos hombres, en algunos momentos, lo han recordado. ¿Era yo uno de ellos?”.
Con dos novelas, un puñado de libros de miscelánea narrativa y media docena de poemarios, la obra literaria de Leonard Cohen es desde hace tiempo una sólida realidad, aunque lata pausada detrás de sus éxitos musicales. El Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011 es una buena oportunidad para que sus seguidores se adentren en las páginas de sus libros con el mismo fervor con que asisten a sus conciertos y corean las letras de sus canciones.